lunes, 19 de septiembre de 2016

El misterio de las ruinas de Chartrand















De la gran casona de mampostería construida en medio de extensos jardines con 21 cuartos, hoy solo quedan algunas paredes de elevado puntal donde retumba el eco de ese nombre que un día las inmortalizara. 


 











Conocido como Las Ruinas de Chartrand, este inmueble ubicado en las afueras del actual poblado de Limonar (antes Guamacaro), se yergue como testigo de más de siglo y medio de historia para contar sobre aquellos tiempos de ingenios, esclavos y barracones, en los que vivió una de las figuras claves de la tendencia paisajista del siglo XIX, Esteban Chartrand-Dubois.

 

El 11 de octubre de 1840, cuando ya Matanzas era un emporio económico y cultural, nació en dicho lugar quien más tarde llegaría a contribuir con su obra pictórica al encuentro de la identidad nacional cubana.

Al parecer, sus padres de origen francés encontraron en estas tierras el remanso de paz y sosiego que les había robado a sus familias la Revolución Francesa y la Haitiana. Aquí heredaron El Laberinto, cafetal de un tío de Juan Matías (papá de Esteban), que más tarde, ante la decadencia sufrida por muchas de estas plantaciones en la Isla, transformarían en el Ingenio Ariadne, conforme a la leyenda de Ariadna que había logrado salir del laberinto.

Cuenta el historiador matancero Raúl R. Ruiz, en su libro Esteban Chartrand, nuestro romántico (1987), que el ingenio se encontraba situado a unos escasos 500 metros del poblado de Limonar. “Aún hoy día subsisten las ruinas de sus edificaciones, atravesadas por la Carretera Central en su paso desde La Habana hacia las provincias orientales”.

El testimonio de aquellos años llega hasta hoy a través de la pluma de la novelista sueca Fredrika Bremer quien permaneció varios días junto a la familia: “Muy próximo a mi ventana (…) tengo que ver todo el día a un grupo de negros moverse bajo el látigo, cuyo chasquido al resonar sobre sus cabezas (aunque en el aire), los mantiene trabajando constantemente, junto con los gritos impacientes y repetidos del capataz…”

 
A otros 500 metros del ingenio y los barracones, se hallaba la casa de los amos, de una sola planta. “Cuatro guardarrayas convergían hacia la residencia: la primera, de majestuosas palmas reales y tan larga-según afirman testigos-, que era necesario usar anteojos para distinguir a una persona en su extremo; otra de naranjos dulces, al final de la cual se encontraba el cementerio del pueblo de Limonar; las otras dos de naranjos agrios y de mangos. En el patio, en la parte trasera de la casa, un gran almendro de Otahití, de copa frondosa, se extendía ampliamente”, describe el texto de Raúl Ruiz.

El intenso verde sobre un terreno levemente ondulado y muy fértil, el brillante monte que se distingue en el horizonte, así como la cadena de montañas y el suelo cubierto de flores silvestres de todos colores y perfumes, deslumbraron también al escritor norteamericano Samuel Hazard, quien visitara estos parajes en 1868.

Semejante belleza unida a las dotes musicales y pictóricas de la madre Luisa, no dejaron a Esteban y a dos de sus hermanos más opción que sucumbir ante la magia de lienzos y pinceles.

De acuerdo con la crítica, el mejor llegó a ser Esteban, quien no solo mereció el premio Flor de Oro en 1867 con su cuadro Paisaje de las Lomas de San Miguel y exhibió en la Feria Floral de Charleston Atardecer en la sabana, sino además recibió tal admiración que las principales familias cubanas de la época tenían sus obras.

 

Sobre el talento de este afamado pintor, Ursulina Cruz Díaz plasmaría en el Diccionario biográfico de las Artes Plásticas: “Hay potencia solemne en su fecundidad, sus tintes violáceos, amarillo y naranjas armoniosamente usados”.
 
En la actualidad los cuadros Un ingenio en Bolondrón, Salto del Hanabanilla, Paisaje con riachuelo, entre otros, constituyen importantes piezas del Museo Nacional, mientras algunas obras pertenecen a grandes coleccionistas en Cuba y el extranjero.

Además del florecimiento de este joven artista en el territorio y la visita de la novelista Bremer en 1851, José Ignacio Martínez Monzón, historiador de Limonar, destaca otro importante hecho ocurrido en el ingenio: la estancia del entonces recién electo vicepresidente de Estados Unidos William Rufus King, cuya salud se encontraba quebrantada y mientras buscaba restablecerla en esta hacienda, tomaría posesión de su cargo el 24 de marzo de 1853.

Pero sin saber qué misterio atraía a tan prestigiosos visitantes la propiedad se engalanó también con la presencia de Juan Jacobo Audubón, célebre naturalista norteamericano de origen francés, el doctor Robert W. Gibbes, de Carolina del Sur, Richard Henry Dana, escritor y viajero, así como el gran duque ruso Alejo Alejandrovich, tercer hijo de Nicolás I, Zar de todas las Rusias y la emperatriz Alejandra.

 
Hoy, el recuerdo de los Chartrand quizás llegue vagamente a los limonareños por el nombre de una calle o los cuentos repetidos entre los más longevos, sin embargo allá, a 500 metros del pueblo se levantan estas ruinas, solitarias y olvidadas por muchos, pero bajo cuya sombra es posible revivir la historia.

 













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