“Manolito lávate las manos antes de
comer, no hables con la boca llena, no pongas los codos encima de la mesa, no
digas esa palabras tan feas…” Aunque tiene apenas siete años, Manolito
incorpora a sus hábitos las normas elementales de educación. Sin embargo, tanto
para él como para su familia cada vez se hace más difícil esta tarea en un
contexto amenazado por la crisis de valores y la banalidad.
Y ya no se trata de evadir la
respuesta al simple buenos días, actitud que por cuestionada no deja de ser
recurrente; ni tampoco de hacerse el sordo cuando alguna embarazada pide el
asiento. A estas se suman situaciones que encumbran el irrespeto, la
indiferencia y la chabacanería.
Tiempo atrás el doble sentido y las
frases obscenas, solo eran el talón de Aquiles de determinados grupos sociales,
pero cada vez son más los que se hacen eco de la vulgaridad, sin importar la
profesión o el espacio.
No se quedan atrás los impuntuales
o esos que no ven ningún problema en olvidar los compromisos, “si total eso de
los hombres de palabra ya no se usa en el siglo XXI”.
¿Y qué decir de los conflictos que
surgen a raíz de las nuevas tecnologías? En la actualidad ya no resulta tan
extraño sorprender a algunos miembros del auditorio escuchando música a través
de sus audífonos mientras alguien imparte una conferencia, o quedarnos con la
palabra en la boca mientras nuestro amigo revisa la bandeja de entrada de su
móvil para leer los últimos mensajes. Tampoco es raro que cada miembro de la
familia escoja por separado el lugar más idóneo para ingerir los alimentos, ya
sea frente a la computadora, el televisor o en la acera.
Así pasan al último plano
prioridades como la disciplina, la cordialidad y la armonía familiar. Si todo
esto queda a la deriva para qué hablar otra vez del maltrato a la propiedad
social o la contaminación ambiental.
Imágenes como la de los alrededores
del puente de ferrocarriles aledaño a Versalles en la ciudad de Matanzas, no
salen de mi mente, ni tampoco la intervención reciente de algunos directivos en
el programa radial “Con voz de pueblo”, en una especie de llamado a la
conciencia social, frente a múltiples interrogantes sobre las acciones que se llevan
a cabo en el territorio para revertir realidades tan perturbadoras.
Tal parece que somos inherentes a
derrochar y lacerar nuestras propias riquezas, ya sean materiales o del
espíritu, esas que tanto se menosprecian por estos días. La conciencia muchas
veces se esfuma cuando analizamos dichos temas y hay quienes prefieren, como
dice el refrán “echarle la culpa al piso porque no saben bailar”.
Ah y cómo olvidar la indolencia de
tantas personas ante el delito, tras la justificación de que “hay que luchar y
cada cual que lo haga como pueda”. Así vemos instalaciones recién inauguradas
donde la filtración pone en tela de juicio el trabajo realizado.
Al repasar todo lo anterior varias preguntas
dan vueltas en mi cabeza: ¿Cómo es posible que proliferen estos males mientras
los vertederos crecen, las groserías se popularizan y el robo asecha? ¿Será que
“hacerse el de la vista gorda” se ha convertido en la solución más factible?
No obstante, nunca es tarde para hacer un alto
y como en el spot televisivo decir: Disculpen…repetimos. Oponerse a la desidia
y reclamar los derechos sin dejar de lado los deberes ciudadanos, fomentar la
buena educación y rechazar las trivialidades, son retos que no pasan de moda y en
ciertas ocasiones depende de nosotros alcanzarlos. Como dijera Ghandi debemos
ser el cambio que queremos ver en el mundo.
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