En el calendario debería existir el día de las abuelas. Y que nadie me diga que ya ellas reciben su merecido homenaje por ser madres, porque aunque no es falso ese argumento, tampoco me convence.
Por eso escojo
este día, mientras mi abuela se somete a quimioterapia en el servicio de
oncología del hospital José Ramón López Tabranes de Matanzas, para agradecer
los besos robados, ese jugo de naranja con zanahoria que solo ella sabe
prepararme y los miles de consejos bordados en mis ropas, justo al lado del
corazón para que nunca me pierda, ni la olvide.
Y es que mi
abuela tiene enredadas miles de historias en su cabello grisáceo. Aunque, como
ella misma dice, durante su vida ha sufrido muchas pérdidas y esconde numerosas
cicatrices; sus arrugas la hacen lucir hermosa y qué decir de esos ojitos
soñadores que de vez en cuando andan perdidos por su pueblo natal. Sin embargo,
ella no me cree cuando la celebro sin exageraciones, ni hipocresías.
Sé que
todos los jóvenes que como yo aman a sus abuelas, dirán que las suyas son las
mejores del mundo, pero la mía es especial. Nunca olvidaré el día que después
de su operación, lejos de quejarse por los dolores, preguntaba por todos en la casa. A veces
pienso que se siente nuestra protectora y todo el amor del mundo no cabe en sus
abrazos.
Mi abuela
es como una niña pequeña, a veces majadera y otras, sabia. Sus labios están llenos de ternura y
sus remedios, con una mezcla caricias y halagos, tienen la magia de fortalecer
el corazón. Por eso para otros esta fecha pasará desapercibida, pero para mí es
a partir de ahora, el día de las abuelas.
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