Bastó una mirada entre Luisa y Gabriel Eligio. Atrás quedaron los amoríos de antaño y la mala reputación de este último, pues aunque los dos sabían que encontrarían obstáculos, era imposible ignorar la nueva melodía de sus latidos. Como resultado de esta unión le nació al pueblo de Aracataca un cazador de historias que pronto apodaron Gabito.
Años más tarde, desaparecería el diminutivo y el niño amante del diccionario y el circo,
se convertiría en Gabo, el mismo que inmortalizó su rinconcito colombiano bajo
el nombre de Macondo. Ese que fue capaz de entrelazar magia con realidad a tal
punto que quienes hoy leen sobre su vida descubren al Florentino Ariza de El amor en los tiempos
del cólera, a los trabajadores de las bananeras o a Úrsula Iguarán en el
retrato de su abuela.
Pero más allá de plasmar la realidad de una familia suramericana
Gabriel García Márquez, encontró la fórmula para matizar sus novelas con un
tono picaresco y al mismo tiempo fantasioso, de modo que los lectores pueden
hallar entre sus líneas una región donde llueve por cuatro años, once meses y
dos días, o una mujer que da a luz un niño con cola de cerdo.
Recientemente, se celebraron los 88 años de su natalicio, pero es imposible olvidar
ese 17 de abril del pasado año cuando anunciaron su muerte. Es difícil para
quienes hemos leído algunos de sus libros, no sentir como se nos estruja un
poco el corazón al mencionar su nombre. No obstante, su sonrisa siempre
perdurará en cada lector que esconda sus obras con esas ansias de regresar a
sus páginas una y otra vez. Por eso en un espacio muy especial de mi librero
guardo como un tesoro los volúmenes Cien años de soledad, El amor en los
tiempos del cólera, El General en su laberinto, y El coronel no tiene quien le
escriba. Quién sabe si releyendo estas historias lo vea
sonreír.
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